30 de enero de 2013

Hoy viernes: Nuestro nibelungo (25/01/2013)

“Sólo aquél que solemnemente abjure del poder del amor, aquél que renuncie a los placeres del amor, sólo aquél recibirá la magia para forjar un anillo con el oro”. Hoy he puesto El oro del Rin para reflexionar sobre la corrupción de la democracia. Por ahí he leído o escuchado que era la ópera favorita de Jung. No lo sé, pero Jung estudió el mito de Sigfrido y seguro que disfrutó de cómo la mitomanía de Wagner musicalizaba tan bella y exactamente su teoría de los arquetipos. Ahora que se nos derrumban los mitos de la democracia, que las portadas de los periódicos parecen el Valhalla que arde porque ni los dioses pudieron cumplir sus promesas, he pensando en la primera ópera del ciclo del Anillo, donde comenzó la caída. Ahí, cuando Alberich, el feo enano inflamado de pasión y rechazado por las ninfas hijas del Rin, renuncia al amor y así puede forjar con su oro el anillo del poder. Es el poder como despecho (Freud diría que como sustitutivo del sexo). Jung coincide totalmente con el paradigma que expresa la ópera: “Donde hay amor no existe el deseo de poder y donde predomina el poder el amor brilla por su ausencia. Uno es la sombra del otro…”. Eros y poder son fuerzas opuestas.

Mientras Solti conseguía que la Filarmónica de Viena hiciera ascender hasta los metales ese amanecer sobre el Rin, yo me preguntaba quién es nuestro nibelungo, el Alberich con el que comienza la decadencia del sistema, el que por ambición o por furia renunció a la democracia. Nuestra Transición, hilvanada con leves ovillos y grandes miedos, tuvo que inventar de la nada una democracia que aquí era desconocida y ante esa obra sin cimientos lo confiaron todo a una como monumentalidad improvisada de los partidos. Tan monumentales que para funcionar necesitaban todo el aire y el sitio de la democracia. Sus estructuras de iglesia llevaron al culto a la obediencia por encima del mérito y a la creación de largas jerarquías que a su vez se alimentaban de una numerosa feligresía dependiente del partido, auténtico ente providente. Pronto, los partidos tuvieron necesidad de controlarlo todo para poder mantener su estructura, su tamaño, su influencia. Hubo muchas víctimas, pero quizá la fundamental fue la separación de poderes: se unieron en la práctica los poderes legislativo y ejecutivo y el judicial quedó controlado o tutelado por ellos. El poder era ya uno solo: el partido. Sin contrapesos, casi sin miedo ante la impunidad del poder absoluto, la corrupción viene sola. Ése es nuestro nibelungo, la partitocracia. Y así se desenamoró del ciudadano y forjó el anillo que todos desean. ¿Qué hacer? Reforma constitucional, nueva ley de partidos, nueva ley electoral… Que el poder no sea un único anillo o el Valhalla se desmoronará sobre ellos y nosotros. El final de El ocaso de los dioses es el amanecer inverso del comienzo de El oro del Rin. Parece que describieran el mismo día. Los arquetipos eternos nos acunan y nos entierran.

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