31 de agosto de 2012

Hoy viernes: Umbral (31/08/2012)


No le escribí a Umbral su artículo. No me gusta ir por ahí cogiéndole el culo a la muerte ni encalando los difuntos como una solterona. Pero ahora ya será un capacho, una araña, una nuez, una gotera; ahora ya se le puede perder el respeto de muerto, que es como el respeto a una novia nueva y joven. Ahora que su alma o su recuerdo no están en los jarrones ni le acaban de hacer la foto ni le han robado por última vez las queridas y los hijastros; ahora que, simplemente, ha vuelto al polvo de los libros, ese polvo que es el mismo que convierte a los buques en tesoro; ahora que no es estatua sino presencia, que no es del todo ni presente ni pasado pero está, igual que una locomotora antigua; ahora, digo, creo que puedo escribirle sin sentirme demasiado cursi ni mendigo. A lo mejor es porque hoy el oficio me ha fundido y por eso mismo me ha llenado. Sí, por los artículos y los políticos que hoy me han dado vida y asco y cansancio como una gran matanza caníbal. Sí, esto que hago ahora gracias a Umbral, gracias a haber leído a Umbral, gracias a haberme suicidado con él en una vida para tener otra y escribir y hambrear en ella hermosamente.

Hay quien cree que Umbral era grande porque enseñaba el mundo, la vida, los políticos, los horteras, su pueblo, la movida, su tiempo... Yo qué sé, algo así como si fuera Ramoncín. Pero Umbral era grande no por enseñar el mundo, sino por hacérnoslo sentir. Y a la vez, hacer que el mundo sintiera al hombre. La sensación, ésa era su literatura. La más alta que puede hacerse. Umbral nos metía el mundo dentro no como un croquis o un cuentecillo, sino como un dolor de barriga. Pero un dolor de barriga por mirar dulces. Y a la vez volcaba en el mundo el líquido de lo humano, todo metáforas y pisadas y borrones. Por eso al escribir la tristeza por su hijo muerto, ésta se hacía paisaje universal y visible, como una maravilla egipcia; por eso al escribir sobre una farola de la calle a nosotros nos salía un sombrero o un ligue como si estuviéramos debajo. Luego lo empaquetaba y lo llamaba novela o ensayo o artículo o poesía y daba lo mismo, porque él no podía dejar de hacer eso, interpretar y hablarle al mundo y al hombre con las sensaciones de las que están hechos. Para eso había que ser Dios o por lo menos haberle robado la peluca. A lo mejor Umbral hizo eso, robarle la peluca a Dios, porque ya más no se podía, y menos un ateo.

Cinco años, pero le he hecho su artículo. Y hasta lo cobraré. Ya tengo algo del oficio que soñaba de él, padre canalla que nunca supo de mí. Su alma, o lo que tuviera bajo el chaleco, no estará ni en una mecedora, ni en una rubia, ni en una de esas noches en las que se escribe igual que se asesina, ni en los plumillas menesterosos, ni siquiera en los libros que se confunden con salamandras o dagas o párpados. Su alma no estará, al final, en un periódico ni en un güiscazo ni en carne mortal y rosa. Pero tampoco se pierde nada por buscarla y así vamos haciendo carrera, coño.

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