29 de marzo de 2011

Los días persiguiéndose: Aguayo (15/03/2011)

Yo tuve una profesora de matemáticas que se llamaba Aguayo, en primero de BUP. Recuerdo que la temían por los radicales, que en sus manos parecían bumeranes, y que estaba eternamente embarazada, como si la preñara el oficio de sus propias curvas cónicas. Tenía un poco de mala leche la Aguayo, pero no enseñaba mal. Las matemáticas empezaban a ser afiladas, peligrosas, adultas y excitantes. Uno creía entonces que las matemáticas nos iban a convertir a los chiquillos en antiguos griegos o en monjes keplerianos. No sabía aún que las matemáticas las iba a coger el mundo, luego, sólo para el dinero, porque la ciencia pura es como más literatura y más pintura, abstracción e imaginación que no venden, igual que las novelas de cajón y los cuadros de loco. Me sorprendió mucho enterarme, cuando comenzó la crisis financiera, de que en Estados Unidos eran los bancos y las inversoras los que contrataban a los mejores licenciados en matemáticas. Los ponían a inventar esos productos derivados que se escribían con muchas integrales anudadas unas a otras y que luego reventarían en este caos como revientan siempre las integrales, escorando y desbordando las pizarras, aunque esta vez con pobres, muertos y escombros. Las ecuaciones de aquella Aguayo profesora mía eran como látigos y a lo mejor aprendíamos sus matemáticas para esquivar esos látigos más que para hacernos los griegos que yo imaginaba, aunque quizá eso, a cambio, sí nos convirtiera un poco en egipcios.

Hoy tenemos otra Aguayo en las cosas de Hacienda de la Junta, cuya matemática no tiene la furia ni el misterio ni la exactitud de aquélla de mi instituto, que aún era pura. O sea, que no nos hace griegos ni siquiera egipcios, sino sólo pagadores de los lujos de la autonomía y de los ERE falsos para los amigotes del poder. Hay una matemática para abrir los cielos y otra para fabricar bolsillos. La matemática era sagrada para los pitagóricos, pero para los que ahora cantan los números públicos parece más la lotería de Doña Manolita o la cuenta de un bar de fritanga. A nosotros en el instituto se nos perdía una equis y el mundo trastocaba todas sus simetrías, se nos salían las parábolas del papel milimetrado y las inecuaciones nos dejaban imposibles metafísicos. En la Junta se pierden millones pero la ecuación se resuelve sola cuando una consejera se pone las gafas de disimular. Carmen Martínez Aguayo lleva con las calculadoras del dinero de los demás toda la vida, pero su lealtad no está con la verdad del número, sino con los dueños de esa nueva matemática que se inventa el interés político. Bertrand Russell quiso demostrar que toda la matemática era una gramática, que 1+1 no son 2, sino que “significa” 2, pero se quedó a medias. Sin embargo, nuestros gobernantes han superado al filósofo: afirman que 700 millones en un agujero “significan” legalidad y se quedan tan panchos y, además, científicos. Ahora, la consejera Aguayo se pone de parapeto para proteger a Griñán. El informe que avisaba de la trampa en la cuenta, de la solución incorrecta que salía de aquel churro de los ERE, Aguayo dice que no llegó a Griñán, que se lo comió ella igual que de chicos decíamos que el perro se había comido nuestros deberes. Pienso en lo que hubiera hecho aquella profesora mía con estos políticos que enmierdan los números, se inventan otra matemática para ellos y dan excusas de dolores de barriga. Aquella Aguayo mía los habría fulminado con la mirada y luego con el suspenso, no sin antes hacerles sentir que los picos de las raíces enésimas les rebanaban, vengadores, el pescuezo.

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