14 de diciembre de 2010

Los días persiguiéndose: Al abordaje (14/12/2010)

Los libros respiran su silencio como cajas de música. Guardan las sombras de la habitación encerradas en ellos, junto con el humo con el que he ido enfermando mi mundo, junto con los otoños superpuestos que se hacen papel, junto con mis manos o mi lengua aplastadas que leyeron sus historias, sus crímenes, sus pasiones o sus teoremas. Duermen como párpados, los libros, cajas de arena que sostienen la casa hasta la azotea, los libros donde está mi niñez de bolas de colores y galaxias de coral y mosqueteros como naipes, donde está mi orgullo intelectual hecho de filósofos desde la tumba y de científicos a los que les estalló el Universo en los ojos, donde está mi vida acostada sobre ellos como una novia o un convaleciente. Los libros alacenan besos guillotinados y una piel pospuesta, y suben quietos hasta las grietas, y doblan los calendarios por la mitad del tiempo, y esconden nidos de paja y arañas, y asienten callados en días como éste. A veces, cuando se oye el viento, que parece un barco que suena y cae puntual desde el cielo, creo que también la casa se deja navegar o ser navegada en la noche o la mañana fluvial, la casa escorada de libros, la casa como un faro arrancado, como un castillo de popa a la deriva con un candil en la ventana.

Yo tenía libros y una calculadora llena de ochos verdes, yo tenía una profesora dulce de la España húmeda, yo tenía mapas del tesoro en los cajones, yo tenía a los dioses griegos peleando con mis indios de plástico, yo tenía a Mortadelo dándose golpes en el colodrillo, yo tenía un colegio con pasadizos para poetas y para baloncestistas. Yo empezaba a juntar libros que parecían cada uno un violín, libros de Verne y de Dumas, de Stevenson y de Delibes, una historia coloreada de Persia, el Cosmos de Carl Sagan que mi madre me compró quitándoselo de lo que había para comer, las aventuras de Guillermo o de Aquiles, aquella enciclopedia de lomos negros que llenaba todo el salón como un tren de vapor... Era cuando los libros no eran ceniza y los niños aún soñaban, cuando los gusanos de seda eran mandarines y las poesías todavía enamoraban a las niñas con comba y calcetines caídos y lápices enredados en el pelo, cuando quedaba tanto por saber que nos abrumaba y septiembre olía a árbol recién plantado en los textos de naturales o matemáticas. Pero ya los niños no tienen pájaros ni piratas, ni los jóvenes laúdes ni versos ni historia. Se han quedado ciegos y huérfanos de mundo y no leen ni entienden. Ahora, los evalúan con textos sobre cómo lavarse los dientes, y ni así.

Miro mis libros como restos de una Navidad pasada, envueltos en periódicos, escoltados por mis pipas, por mis granadas y herramientas masónicas, por mis antiguos premios como juegos de té. En estos libros están todos los grumetes que fui y todos los escritores que quiero ser, todo el mundo que me fue dado y todas las cometas que se me escaparon hacia el cielo. Pero siento como si alguien poderoso y salvaje, fuera, conspirara para quemarlos o enterrarlos: nuevos pedagogos, políticos obtusos, padres embrutecidos. Me siento viejo y monje, escribo acuciado por gigantes que agonizan a mi espalda. Todos estos libros que llevaban a túneles y a jardines, a estrellas y a utopías, parecen derrumbarse sobre sí mismos como una tapia podrida, aplastando a sus balleneros, a sus enamorados y a sus geómetras. Estos libros que crujen, este terciopelo de la inteligencia, esta pared que susurra... Estos libros aún me recuerdan, aún me dan abrigo y aún pueden guiar otras vidas antes de sucumbir. Apenas otro niño los oiga, apenas se aparten los necios burócratas o los expulsemos nosotros, al abordaje.

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