9 de noviembre de 2010

Los días persiguiéndose: Difuntos (2/11/2010)

Días de difuntos, con los esqueletos vestidos de novia, con las flores de dulce de la muerte, con los cementerios abiertos al cielo, con una pagoda para cada calavera. Qué quieren que les diga, a mí me sigue gustando más el espíritu de Halloween, aunque me tachen de antipatriota. En los países anglosajones se exorciza la muerte con la risa y la parodia, que es mucho más sano, pero, además, con sus juegos de miedos y fantasmas, se invoca ese umbral simbólico entre dos mundos que no tienen por qué ser literalmente el de los vivos y el de los muertos, sino el de lo material y lo espiritual, el de la luz y la oscuridad, o cualquiera de las otras dualidades eternas a las que se les pide en un día especial -ése es el sentido ancestral de esta celebración- simplemente comunicación, diálogo, síntesis entre contrarios. Aquí, sin embargo, la cosa se reduce a hacerles la colada a los difuntos, que tienen nombre, retrato y huesos reales, sin simbolismo, o a comérnoslos en pasteles, todo de una manera bastante macabra y fetichista. Y no crean que Halloween es lo moderno y lo nuestro lo tradicional. Como el resto de fiestas cristianas, el Día de los Difuntos y el de Todos los Santos son apropiaciones de celebraciones paganas preexistentes, a las que, lo que son las cosas, esto que hacen los americanos se parece bastante más. A mí me maravillan estos cristianos que creen que lo inventaron todo y no inventaron nada, y menos los muertos con su joyería, su insomnio y su insistencia.
Sí, han llegado los días de difuntos, muertos en carrozas paradas, espejo en que se miran ellos y nos miramos nosotros, tierra removida en los corazones, quinqués con los que nos visitan los espíritus. Han llegado con sus calabazas o sus arados, con sus velos o sus raíces, y quizá no han terminado de pasar. Quizá nos anuncian un tiempo en que los muertos caminarán por su reino, en que los zombis manejarán la política, en que comeremos tubérculos y gusaneras sin esperanza ni descanso. Un muerto de la mano parece Zapatero, un osario de parados parece la economía, un cementerio hallado bajo una cascada, como el de los elefantes, parece la Junta de Griñán. Hasta se nos suicidan los políticos con poema final, como Rafael Velasco. No terminan de pasar los difuntos con la cuchilla a ras de suelo, entre la fiesta de nuestros gobiernos con las cuencas vacías y los dedos secos. Los ministerios parecen habitados por calaveras de vacas, mugiendo su muerte al desierto, donando su lengua al polvo. No traerán nuestros gobernantes vida ni consuelo, ahí seguirán peinándose la muerte largamente como hacen las viudas y los huérfanos estos días llenos de cal en los ojos. Este Halloween, este puente de difuntos con la vida fingida y la muerte adornada, quizá nos anuncia que los muertos, esta vez, han traspasado ese umbral que decíamos para quedarse. Están cómodos en el lecho que les hemos preparado, entre la estupidez y la desidia de esta sociedad amusgada. Muertos en política, en ideas, en inteligencia; muertos contentos de estar muertos, aparentando un hálito que no tienen. Tantos muertos... Les podremos poner candiles, les podremos rezar, nos los podremos comer, los podremos intentar asustar disfrazándonos de ellos, pero creo que seguirán aquí mucho tiempo. A mí sólo me salen artículos de muertos, pero es que creo que ya han llegado a mi casa y me seducen con su lascivia sin carne y sin culpa. Y miro fuera y veo que lo han invadido todo.

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