28 de julio de 2009

Los días persiguiéndose: La sentimentalidad y la pela (16/07/2009)

Ahora que hasta el sol es otra moneda a punto de rodar sobre España, veo a una recia parlamentaria del BNG en la Diputación Permanente del Congreso defendiendo la ley catalana de Educación, las lenguas fáunicas y esos “países” como cada uno con sus guardavacas. Dada la torpeza con que se expresa, uno diría que, para estar trapeando continuamente con tanta lengua, le falta mucha gramática. Y es que ya sabemos que la lengua es para ellos más estaca que tesoro y más política que libros. “Aquéllos que tenemos cultura propia”, dice la buena señora (cultura que no le ha servido para aprender a hablar). En realidad se refiere a tener una tribu, y esa “cultura” suya apenas son sus cocinillas autóctonas y silbidos de los campos, sus fiestas de mozos y su meteorología en los huesos. Hace mucho que la cultura aquí es esa mezcla larga, complicada y a veces contradictoria de herencia griega, derecho romano, cristianismo (sí, como insistía Ortega y Gasset) e Ilustración, o sea, lo que llamamos Occidente. Lo demás es botijería. Los nacionalismos no son arborescencia, sino miopía cultural. La cultura no está en sus veladas de los ayuntamientos, sino que, aunque les pese, aún está en Cicerón, Santo Tomás, Kant, Montesquieu, Voltaire, Goethe o Sartre. Ver a esa pobre mujer afirmar que ella sí tiene una cultura, reduciendo el concepto a sus nanas y gachas, da la medida perfecta de la pequeñez de estos nacionalismos encastillados y catetos. Pero es ésta una ficción que necesitan para su sentimentalidad. Una sentimentalidad que, en última instancia, sólo es un medio para alcanzar otros objetivos.

El nacionalismo siempre está entre la sentimentalidad y la pela, o una cosa le sirve para llamar a la otra. La patria y la identidad son sólo constructos levantados y alimentados por grupos interesados en que se les identifique con ellos, y así conseguir legitimidad para el poder, para el control, para el dominio. Vean el uso que se hace de términos como “anticatalán”, incluso por el PSOE, durante este chanchullo de la financiación autonómica. Esta palabra es en sí un desvarío, una perversión. Ni el Estado, ni los pueblos (se conciban como se conciban), ni los lugares tienen por ellos mismos ideología, doctrina, opinión, sentimientos; no al menos en una democracia con un Estado de Derecho sano. No, cada ciudadano tendrá los suyos y el ámbito de lo público debe salvaguardar los derechos de todos bajo el imperio de la Ley. ¿Cómo se puede ser, pues, “anticatalán”? Tendría el mismo sentido que ser “antiatlántico”. Sólo si una élite o incluso una mayoría (da igual) ya ha definido lo “catalán”, si ha decidido que su ideología, opiniones y sentimientos son los propios, los correctos, los que deben ser universales para toda la comunidad, cobra sentido lo de “anticatalán”. Pero eso es totalitarismo. “Antialemanes” decían otros, recuerden. Ciudadanos o partidos buenos y correctos y catalanistas, o malos, traidores y anticatalanes, dependiendo de si acatan o no esa inmoralidad democrática. Y la casta nacionalista, decisora y dueña.

De la sentimentalidad a la pela, al poder. Estas ficciones sirven para su saca, y no más. A veces pienso qué ocurriría si en Andalucía tuviéramos un nacionalismo como el catalán o el vasco. Quizá hubiéramos ganado la altivez de ser egoístas en vez de pedigüeños, de exigir “lo nuestro” en vez de apelar a la “solidaridad”. Pero enseguida concluyo que ningún beneficio compensaría de esa locura política, cultural y moral que es el nacionalismo pueblerino y filofascista.

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