7 de agosto de 2008

Los días persiguiéndose: Los dueños de Barenboim (7/08/2008)

Los músicos eran criados, apenas palafreneros, hasta que el romanticismo los hizo artistas, gigantes con cabeza de estatua. El primer gran músico artista, según ese nuevo ideal, fue seguramente Beethoven. Pero a Mozart, paradigma del genio, lo echaron a patadas de la residencia vienesa del arzobispo Colloredo, por contestón. Y ni siquiera Lully o Händel, que en las cortes francesa o inglesa fueron el nombre mismo de la música, significaron para sus reyes más que los maestros de banquetes. Obras hoy consideradas sublimes eran mero acompañamiento a la cocina, los rezos o las meadas de la aristocracia. Y si algún músico, generalmente un cantante, llegaba al divismo, como el castrado Farinelli, así llamado porque hacía “harina” las trompetas que osaban retarle en agudos y coloraturas; o la Cavalieri, para la que el mismo Mozart escribió arias desmesuradas en longitud, escalas y adornos (en El rapto del serrallo, por ejemplo), era aquella fama únicamente la de unos acróbatas.

Sí, tuvo que llegar el romanticismo para que un auditorio se sentara con conciencia de que iba a escuchar arte. El músico ya no era un siervo, ya no se debía al rico, al monarca, a sus ganas de bailar o cazar o folgar; se debía a su arte, a su editor y a su público. Los estrenos de Beethoven, Schumann, Verdi o Wagner eran todavía auténticos acontecimientos sociales. Sin embargo, más tarde se produjo otro giro. Con el siglo XX, la música en sus formas e instrumentación clásicas (sinfonías, conciertos, sonatas, óperas...) dejó de ser “popular” y empezó a ser minoritaria, elitista, académica. A la vez que esta música (no diremos ni clásica ni artística, sino que emplearemos el término que usó Leonard Bernstein, el de “música exacta”) se alejaba en su evolución del gusto del pueblo (atonalismo, música aleatoria, experimentos con sonidos electrónicos, ruidos y performances a veces extravagantes), otras nuevas músicas, sencillas, de origen popular, con instrumentación, armonías y ritmos más simples, se imponían aupadas por la grabación fonográfica y la radio. A partir del jazz y el blues, la música ligera, melódica, el rock y el pop serían la nueva música “para todos”, mientras que aquella otra se iba convirtiendo en arqueología. Imposibilitada para subsistir de ella misma, las formas tradicionales de la “música exacta” necesitaban protección, mecenazgo, subvención de instituciones privadas o públicas. Esta es la situación en la que nos encontramos hoy.

El músico es otra vez, de algún modo, rehén de nuevos dueños, normalmente los políticos, para los que la cultura es sólo propaganda, lujo y aureola, igual que para aquellos reyes lo eran las comilonas con cisnes de hielo y suites orquestales. Pero el músico sigue siendo músico, el genio sigue siendo genio, el arte sigue siendo arte. Me duele (perdón, amigo Paco Robles) cuando a Barenboim lo comparan con el rebote de una pelota. Me es imposible criticar al que me trajo a Brahms acompañado de una náyade, aquellas sonatas junto a Jacqueline du Pré como acariciando los dos juncos con las manos en el agua; al que me dio su Beethoven a la vez atormentado y cristalino, y además ahora quiere salvar el mundo con música. Como ha ocurrido siempre, los dueños del artista nunca están a su altura. Los que no ven el arte, el talento excepcional, porque al músico lo acompañan burócratas y cocineros, sin duda tampoco.

1 comentario:

yinyang mason dijo...

La cuestión es que Barenboim, por muy genial que sea, también está sacando bastante tajada...