15 de octubre de 2007

Los días persiguiéndose: La patria enamorada (15/10/2007)

No se lleva el otoño este viento de banderas. Son las banderas melena, las banderas manta, las banderas pañuelo, las banderas libro, las banderas campana, las banderas llama, las que hacen cielo cayendo hacia arriba. Las estaciones también se izan como patrias y ahora que veo llover me parece que todas esas banderas se deshilachan en música como los violines, que las naciones tienen un nido del que se caen en esta época y que el otoño deja el suelo como un armario con las perchas caídas o como una barbería de la política, sentimental, humana y sucia. Se han paseado banderas, que para unos políticos son caniches y para otros ambulancias; se han paseado ejércitos con su peso de nieve, se han paseado ministros con capote de guerra y hasta se han paseado Vírgenes como monjas de gala por sus cocinas. Todo eso debe ser la patria, un campamento que se mueve por las nubes, un rezo que nos amuebla de grandes sillones, una letra grabada en un capa, una corneta colgada como un hacha. Creo que la patria da frío con su poca tela y sueño con sus larguísimas palabras. Creo que la patria es una cosa de ir encendiendo ya la chimenea.

Yo no sé si la patria es amor, quiere amor, necesita amor, como dicen. Rajoy pedía ese amor o pedía orgullo, que es un sentimiento paralelo. Se ama más cuando hace frío y a lo mejor eso vale para las patrias igual que para las enfermeras que te cuidan en la fiebre. Ya se acabó el tiempo de la lujuria y lo que queda es un amor de abuelos, de sopa, de pies y de bufanda. La patria tiene mucho de bufanda. No sé si la patria es amor y entra en la Navidad de las familias. Quizá eso de la patria novia es algo de soldados, como la patria madre es algo de una tía abuela de visita. Amar a las abstracciones, como amar a ciertos meses sobre otros, me parece de una lánguida decadencia romántica. El romanticismo nos trajo la belleza de las tumbas como de las niñas sobre ellas, y también nos enseñó que no se podía hacer política con eso, o que si se hacía llevaba a la locura y a los duelos con pistolas musicales o de verdad, que es en lo que desembocaban el amor, las sinfonías y los imperios de la época. La patria romántica no es una patria política, y por eso Rajoy haciendo de joven Werther lo que parece es un duelista.

No se lleva el otoño este barro de banderas. Veo que ha llovido sobre esas mismas banderas y sus municipios y creo que hay alguien en la calle que se casa, con este día oscuro que le hace de párroco resfriado y de gran carroza mojada. Me doy cuenta de que ni siquiera el matrimonio sirve como contrato de amor. Menos aún el Estado, que también es un contrato. A un contrato no hay que amarlo, pero sí cumplirlo, respetarlo. A eso quizá es a lo que se le llama ciudadanía, que es un concepto menos romántico pero más útil. Esa diferencia entre el ciudadano y el amante en sus balcones nocturnos es la que no ven algunos políticos. Es la misma diferencia que hay entre la ley y la estrofa, entre la nación y la raza. Sé que hay quienes aman a la patria, la que sea, pero yo lo veo como amar a una estatua, pigmalionismo, fetichismo de los objetos que sustituyen la presencia de otra cosa. Amar a una bandera, como amar la toalla que acaba de dejar la mujer desnuda, puede dar para un verso, pero la política basada en eso es sucedánea y hasta enfermiza. La patria enamorada, de Rajoy o de otros, es arrastrada por los cielos, es tendida en las plazas, es bordada por sentimentales o canallas, pero besa en la cama con un frío de esposa muerta. En realidad, yo no conozco patrias. Conozco gente y sus libertades, derechos, necesidades y sufrimientos. Conozco hasta una grada que se hace con todo eso y que se llama, a veces, democracia. Mi orgullo sería que esa democracia construyera justicia. No que sus vestidos adornaran la tarde, que sus palomas tocaran trompetas, que sus lágrimas espumaran el aire, que sus enamorados se mataran de amor.

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